Empezaba
a caer la noche sobre el pueblo. De la iglesia salía el rumor del
mujerío rezando el rosario. El centinela de la Comisaría dormitaba
apoyado en su fusil y con la cara infantil casi escondida dentro de
su casco de plástico. Las vacas dormitaban en la plaza, echadas
sobre sus enormes panzas, y rumiando su vieja pereza.
En
el taller y herrería de don Facundo, una linterna daba luz y otra
luz más intensa, azul, se desprendía del soplete que soldaba
hierros bajo un camión elevado sobre tacos de madera. En la
Seccional, dos hombres jugaban a las damas, y el mayor movimiento
estaba en el Bar Billar El Arribeño, cuyo orgullo era la mesa de
billar recientemente adquirida, a esa hora bastante nutrida de
jugadores y mirones. El silencio crepuscular hubiera sido completo si
no fuera por el golpe de los maderos sobre las bolas del billar, y la
lejana música de los altavoces del Club 15 de Junio, anunciando el
baile y elección de reina del próximo sábado.
Entonces
llegó el visitante.
Manejaba
un automóvil azul lustroso, pero cubierto de polvo. Lo vieron
detenerse en la posada, entrar, volver a salir a recoger unos bultos
de la baulera del coche y regresar adentro. Poco después reapareció,
se sentó al volante e introdujo en el patio el vehículo que
estacionó debajo de un árbol.
Mucho
más tarde, el oficial de patrulla llegó a la pensión y preguntó a
don Segundo si había registrado los documentos del viajero. Azorado,
el posadero confesó que se le había olvidado. Prometió que mañana
a primera hora cumpliría con su deber administrativo.
-¿Es
gringo? -preguntó el oficial.
-Parece
-dudó el posadero-. Habla bien el castellano.
No
agregó que aquel hombre, de pelo demasiado largo para su gusto, y
con barba que bien mirada era bastante sospechosa, todo de extraño
color cobre, hablaba bien el castellano, pero con voz lenta, pausada,
pensada, «como si pensara en otro idioma y hablara el nuestro».
-¿Trajo
equipaje?
-Una
valija y un bulto -contestó el posadero.
-¿Bulto?
¿Dijiste bulto, don Segundo?
-Sí.
Un bulto -lo pensó mejor- o una funda. O un estuche grande. -Y
extendía los brazos y abría las palmas para indicar el tamaño del
bulto, o la funda, o el estuche.
El
oficial salió al patio, atravesando el comedor a esa hora desierto
de clientes.
Observó
el automóvil debajo del árbol. Sonrió. En ese árbol dormían las
gallinas, y el auto se estaba cubriendo de salpicones de mierda.
Regresó a la posada. Mirando pensativo al posadero.
-Así
que un bulto... -habló como para sí.
-Bastante
alargado -informó el posadero, que veía asomar una sospecha en los
ojos del oficial e intuía que mejor era colaborar.
-¿Dónde
está?
-En
la pieza de arriba, con balcón.
El
oficial subió las escaleras, tras hacer señas a los dos soldados de
la patrulla que lo esperaran abajo. No le daría motivo al posadero,
ni a nadie, para pensar que era un flojo. Golpeó la puerta, y esta
se abrió enseguida. La gran flauta -pensó el oficial- parece
Tarzán. El hombre con su cabello largo y su barba que parecía haber
retenido la luz de la luna, estaba desnudo, salvo un calzoncillo
anatómico. Alto y musculoso. Sonrió con mansedumbre.
-¿Señor?
-Quiero
pasar.
El
hombre se hizo a un lado, pasivo, sonriente, tenso como quien quiere
paz con el mundo y consigo mismo. El comisario penetró en la
habitación, donde había una lámpara encendida.
-¿Sus
documentos?
El
visitante asintió. Hurgó en un bolsón de mano que decía «Eastern»
y sacó una libreta verdosa y se la pasó al oficial. El oficial la
examinó a la luz de la lámpara. Carajo, en inglés. Empezó a
hojear y vio sellos de distintos tonos de azul, de verde, y hasta de
rojo que decían Tel Aviv, Hong Kong, París, Amsterdam, Tokio.
-Soy
canadiense, señor -le ayudó el extraño.
-Ya
vi eso -respondió el oficial, que realmente no había visto más que
aquellos sellos
-Canadá.
Mucho frío por allá -opinó, irritado de ser considerado un
ignorante, y él conocía Canadá, porque había visto una película
con trineos tirados por perros y con la gente que se hundía en la
nieve hasta las rodillas.
Le
devolvió el documento.
-Mañana
se me anota abajo.
Dio
un vistazo circular a la pequeña pieza. Allí estaba, negro,
alargado, lustroso, el bulto, o funda...Se tensó. Sin disimulo,
soltó el broche de la pistolera.
-¡Siéntese
en la cama!
-¿Cómo
dice, señor? -no cesaba de sonreír.
-¡Que
se siente en la cama!
-Sí
señor -obediente, el atleta se sentó en la cama.
Cuidando
de no dar la espalda a aquel hombre que mentalmente ya había
bautizado Tarzán, el oficial se acercó a la mesa donde reposaba el
bulto, o funda... o lo que fuera. Tenía un larguísimo cierre de
cremallera, de uno a otro extremo. Comprobó que la empuñadura de su
revólver estaba a mano, y de un tirón, corrió el cierre de la
cremallera. Adentro era de un suave terciopelo rojo, y sobre el rojo,
brillaba deslumbrante un instrumento musical.
-Es
una trompeta -se oyó la voz modulada con cuidado que venía de la
cama.
-Conozco
lo que es una trompeta -respondió irritado el oficial-. ¿Es músico?
-Digamos
que sí -el hombre sonreía.
El
oficial extrajo el instrumento. Olvidó un poco su empaque de
autoridad. Aquel metal dorado era cálido, amistoso, perfecto y
bello, pulido y suave, de carne de mujer aparecida en sueños, con
cuatro botones de plata para una túnica de sonidos.
-Es
lindo...-murmuró, y regresó la trompeta al estuche, y decidió
marcharse.
Ya
en la puerta se volvió. -¿Hasta cuándo se queda?
-No
sé.
Poco
satisfecho con esta respuesta, descendió la escalera. Don Segundo lo
miraba con miedo y curiosidad.
-Era
una trompeta -le informó el oficial.
-¿Es
norteamericano? -preguntó el posadero.
-De
por ahí cerca.
Y
se marchó a continuar su ronda nocturna, seguido por los dos
soldados, enojado por el ruido que hacía uno de ellos cuando
masticaba la galleta que llevaba en los bolsillos, que le impedía
pensar en aquella cosa de carne de oro, dormida sobre terciopelo
rojo, como debe dormir la Diosa de la Música -dudó- si la Música
tiene Diosa.
-¡Sí
señor, un bife grande con cuatro huevos fritos! No señor tocino no
hay.
-No.
Jugo de naranja no pero le puedo hacer jugo de pomelo, de allá del
patio...
Sí,
señor. Su auto está lleno de caca de gallina, señor.
El
hombre sonreía despreocupado. Y comía. Y bueno, que se agarre un
cólico cerrado, si quiere, y que su auto se llene de porquería esta
noche.
Y
el posadero volvía a lo suyo.
El
hombre terminó su desayuno y salió a caminar por el pueblo. En el
Bar Billar alguien dijo que el gringo ese parece que tiene pila, le
mira a uno y sonríe. Una vendedora en el mercado, de vieja a vieja,
le murmuraba a otra que «O yoguaitépa Nuestro Señor Jesucristo
pe». Y el rumor creció en el mercado, y se aposentó en las
cocinas, paró las máquinas de coser, circuló entre las viejas que
bajaban la voz en susurros reverenciales. El hombre se parece mucho a
Nuestro Señor Jesucristo.
El
golpeteo sobre los morteros de madera cesó y la molienda de maíz
tuvo una pausa.
En
alguna olla de hierro el chicharrón se iba quemando, y la jalea de
guayaba se pasaba de punto en los hervidores de cobre. Y un santo
quedó sin su vela y un difunto sin su aniversario. El horno de barro
sobre estacas perdía su calor acumulado.
Corredores
quedaron sin barrer, y las aguas del cántaro sin renovarse, y los
huevos no fueron recogidos de los yuyales. Doña Luz, orgullosa de su
blancura fue a visitar a su comadre y se olvidó de su sombrilla
eterna. Don Servando se fue furioso al Establecimiento después del
imperdonable mate frío que le sirvió ña Cayetana, con aire ausente
y distraído.
Oyoguaitépa
Jesucristo pe...
Reían
las jovencitas irreverentes y decían que Nuestro Señor no maneja
autos y que el hombre era churro como en el cine, deseando más que
nunca ser elegidas reinas del 15 de junio.
El
oficial, sentado en su Comisaría y con su deber de saberlo todo, no
cesaba de pensar en el hombre aquel. Y en su trompeta. Con su
instinto afinado de autoridad, parecía asomarse a una conclusión
inquietante. Con la llegada de este hombre, algo estaba cambiando. O
algo se estaba quebrando. Lo malo era que no sabía qué. Decidió no
decirle nada al Comisario, porque al final de cuentas, no tenía nada
que decirle. Pero la inquietud volvía. Había más gente por las
calles. Más ruido y más ventanas abiertas en las casas. Y se
hablaba más, como si el hombre hubiera hecho un agujero en viejos
diques de silencio. Miró por la ventana, y hasta el cura había
perdido su costumbre de estar ausente, porque se le veía pasear por
la plaza, meditando, con las manos cruzadas sobre sus flacas nalgas.
Paseando,
sin prisa, dándose tiempo a pensar más hondo.
Lo
inesperado sucedió al caer la noche. El hombre salió de la posada
con la trompeta en la mano. Cruzó la calle y penetró en la plaza,
donde antes había pasto, que las vacas se habían comido, y un
«parque infantil» con tobogán y hamacas que colgaban destrozados,
pero sobrevivía un banco despintado, sobre el pedregullo suelto de
lo que debió ser la Avenida de la Iglesia.
El
hombre se sentó en el banco, se llevó la trompeta a los labios, y
emitió un sonido áspero. Un chiquillo, valeroso, descalzo, y con
mundos de inocencia en los grandes ojos abiertos se había acercado
al músico. Él le sonrió, se levantó, hizo una reverencia y
murmuró:
-Bienvenido
al concierto.
Volvió
a sentarse, y decía al chiquillo:
-El
Réquiem, de Mozart.
Y
después, agregó:
-Es
música para los muertos.
Fue
demasiado para el niño, que huyó a llevar la noticia. El extraño
tocaba para los muertos.
Entonces
la música empezó, y el pueblo y las cosas y las personas quedaron
detenidas en el tiempo. Un taco de billar quedó a medio camino.
En
la Iglesia el rumor llegó apenas susurrado al «Ruega por nosotros,
pecadores...» y se diluyó. El cura perdió el hilo de las cuentas
del rosario.
Todo
quedó pendiente del purísimo sonido del metal, el cielo y la tierra
se volvieron música, y la música era un enorme lamento que era la
suma de todos los lamentos por todos los muertos. Gentes se
aproximaban, convergían en silenciosa, espectral procesión hacia
aquella fuente de sonidos doloridos e impetuosos, y un círculo
humano, respetuoso y silente, rodeaba al extraño, que tenía las
mejillas rojas y los tendones del cuello tensos, y los ojos cerrados
para mirar mundos más allá del mundo y oír silencios más allá
del silencio de las estrellas del cielo.
Dentro
de la iglesia, al rumor de los rezos reemplazó aquella vibración
que rajaba el alma con puñales de cristal, para que las almas
perdieran sus viejas cáscaras y se asomaran al borde de un abismo de
luz de donde surgía una tentación de maravillas,
y
del conocimiento de la verdad última de lo sobrenatural. Ni el mismo
cura escapó a la seducción, contenía la respiración e inspiraba
de a poco, como si quisiera respirar la música que flotaba en el
aire y se adueñaba de todo.
Manto
espeso de dulce tragedia, resignación iluminada, peso funerario y
triunfal al mismo tiempo, genio que no vence a la muerte pero la
viste de majestad, el Réquiem de Mozart se abatió sobre aquella
inocencia cruel y raigal del pueblecito perdido, y la mujer y el
hombre, la anciana y la viuda, sintieron que sus muertos estaban
allí, en medio de las sombras, respirándoles en la nuca un aire
cálido de tristeza y salvación.
Terminó
la música. Y un silencio más ensordecedor que todas las ovaciones
de todos los teatros, premió al músico, que sonrió, hizo una
reverencia y se alejó con su paso largo con rumbo a la posada.
La
multitud no se dispersó, rodeando el banco vacío. Una anciana se
santiguó.
El
Presidente de Seccional quiso decir «I porá», pero se le atragantó
la palabra. Y el oficial se alejaba deprisa hacia la comisaría,
bajando la visera de la gorra sobre los ojos, no sea que vieran que
le corrían lágrimas, y más curioso que nunca de saber qué diablos
estaba pasando en el pueblo.
El
día siguiente, en la posada, el extraño comía en una mesita que
pidió se colocara en el rincón más alejado. En otra mesa
almorzaban el Presidente de la Seccional, el Juez de Paz y el
Comisario, y en otra más alejada, un robusto chofer de camión
ganadero con dos ayudantes, bulliciosos al principio, pero algo
inquietos después al observar que el Comisario, el Juez y el
Presidente hablaban en susurros, consideraron prudente hablar también
ellos en susurros. En una cuarta mesa, el oficial que tenía delante
sólo una botella de cerveza, se preguntaba por qué aquellos tres
hombres llenos de poder hablaban con voces tan quedas. Y se hubiera
reído si no fuera inconveniente cuando llegó a la conclusión de
que la presencia del gringo los sobrecogía, como a él.
Poco
después llegó el cura, se dirigió directamente a la mesa del
extraño que estaba devorando su postre, una piña entera, y
enjugándose la boca y la barba húmeda con la servilleta se puso
respetuosamente de pie.
-Por
favor, siéntese -pidió el cura.
-Usted
primero, Padre.
El
sacerdote se sentó frente al hombre, unió las manos sobre el
mantel.
-Lo
de anoche fue hermoso.
-Gracias,
Padre.
-¿Piensa
seguir tocando?
-No
le entiendo, Padre. ¿Perdón?
El
cura sonrió azorado.
-Perdóneme
a mí. ¡Preguntar a un músico si seguirá tocando! Es tonto.
La
pregunta es si piensa seguir tocando en el mismo sitio y a la misma
hora.
-Sí,
hora.
El
extraño iluminó su perpetua sonrisa.
-Perdone
que me ría, Padre. Un médico, allá lejos me dijo que me olvide de
la hora o me volveré loco. Por eso estoy aquí, el lugar más
aproximado al lugar donde no existe el tiempo -rió-. El médico me
decía que tengo el cerebro intoxicado de tiempo, y de prisas, y de
relojes, y camarines y grandes telones de terciopelo.
El
oficial, que no perdía palabra, se platicaba a sí mismo que el
diagnóstico y la cura habían llegado tarde. El pueblo, su pueblo,
un lugar donde no existe el tiempo.
Locura.
-Entonces
le diré de otra manera, señor -decía el cura- comprendo que Ud.
toca, como...
-No
encontraba la idea.
-Como
un acto de liberación, Padre. Toco cuando siento ansias de tocar.
Entonces, no me pregunte dónde y a qué hora.
-Entiendo,
entiendo -decía el cura, que sólo entendía a medias- ¿Pero me
aceptaría un ruego?
-Sí,
Padre. ¿Qué?
-Si
siente ganas de tocar a la hora en que mis feligreses rezan, por
favor, aguante un poquito, hasta que terminen.
-Lo
haré, Padre -contestó con humildad el músico.
El
sacerdote se levantó, le estrechó la mano.
-Gracias.
Es Ud. un buen hombre. Y un gran artista. -Soltó la mano del músico,
hizo un ademán para marcharse, pareció vacilar, se volvió de nuevo
al hombre y preguntó-. ¿Es Ud. católico?
-Creo
en Dios, Padre.
-¿Qué
Dios?
-No
puedo describirlo, Padre. A veces veo su rostro reflejado en mi
trompeta.
No
es nada chistoso, se decía malhumorado el cura. ¿Se había burlado
de él? ¡La cara de Dios en la trompeta! Regresó a la Iglesia.
Loco.
Definitivamente loco, coincidió con él, sin saberlo, el oficial.
La
tarde del mismo día, las rezadoras parecían distraídas, con el
oído atento a los sonidos de afuera, y al cura no le sentó nada
bien semejante conducta. Entretanto, en la plaza, el círculo se iba
macizando en torno al banco vacío, pero el músico no apareció ese
anochecer, ni en el del siguiente, ni en el del siguiente.
Un
sentimiento de vacío entristeció el corazón del pueblo, y al
quinto día, ya no había gente esperando frente al banco de la
plaza.
A
los siete días, la rutina había vuelto, y más o menos los pocos
que pudieron entender las explicaciones del oficial, también
tuvieron una idea de la conducta del músico.
-Es
un gran artista, pero tiene stress -explica a el oficial, y callaba,
esperando que esa palabra bárbara, stress, penetrara en las mentes
de sus oyentes. Él conocía su significado, pues se lo había dicho
el mismísimo cura-. Es una enfermedad de la cabeza -continuaba- de
repente se piensa y de repente no. De repente se hace y de repente po
se quiere hacer. El cerebro funciona medio caprichoso. Al hombre le
da un ataque cuando ve un reloj -esto último lo había inventado por
su cuenta, y después finalizaba con una sentencia inapelable-. Desde
luego, todos los artistas son medio locos.
En
los días siguientes, todo el mundo hablaba de «stress». La
enfermera de Puesto de Salud aseguraba que era consecuencia de tomar
demasiado pastillas. En plena sesión de la Seccional, el Consejero
Honorario, de ochenta años, y que había perdido un ojo en 1947,
decía que es como «una lepra del pensamiento». Su esposa, ña
Emerenciana, oía las explicaciones y decía que el stress era como
cuando el pombero toca a los perros, que amanecen enloquecidos, y
aseguraba que al gringo seguro que le tocó el Demonio.
Llamó
también la atención que desde la visita del sacerdote, el hombre se
había encerrado en la pieza, donde el posadero le llevaba la comida.
Y las almas supersticiosas pensaban que su demonio había quedado con
miedo.
Todo
empezó a renovarse cuando cerca de la medianoche, irrumpió el
oficial en el Bar Billar, anunciando que el extraño estaba sentado
en el banco de la plaza. Unos acudieron en tropel, otros fueron a
despertar a sus mujeres. El cura se enojó cuando el sacristán le
arrancó de su placentero sueño, pero se levantó y sin sotana,
salió a la plaza. Cuando llegó, la concurrencia ya era numerosa,
esperando, en silencio, mientras el músico, con la mirada perdida,
pasaba una franela sobre el lustroso metal de la trompeta. Y todos lo
notaron. La barba y el cabello mucho más crecidos, las mejillas
antes lozanas, de un desvaído gris-rosado y los ojos hundidos, como
si tuviera fiebre.
Pareció
recobrar algo de su apostura entre inocente e irónica cuando se puso
de pie, hizo una reverencia y murmuró:
-Bienvenidos
al concierto -sonreía.
No
es su sonrisa de siempre -observó el oficial-. No sonríe, muerde la
sonrisa.
-Louisiana
-decía el músico-, tierra de algodones y de esclavos negros que
soñaban con su perdida Patria africana. Querían lanzar a la cara de
Dios su tristeza infinita. Y encendían fogatas en la noche y
cantaban con lamentos de leones ciegos.
Hombres
y mujeres asentían respetuosos. El sacerdote sintió un escalofrío.
Lamento de leones ciegos. La totalidad de la tristeza.
-Pero
Dios, o sus dioses de troncos labrados no alcanzaban a escucharlos
-continuaba el músico-. Y entonces un negro encontró una trompeta,
bella como esta, sopló, y allí estaba el sonido para los oídos del
cielo, o de todos los cielos que inventa el hombre para no perder la
esperanza.
El
oficial se preguntó si no era llanto lo que brillaba en los ojos del
extraño.
-Damas
y caballeros... -no tomó asiento. Tocó de pie, soplando con una
energía inconcebible y girando, retorciendo el cuerpo esbelto,
apuntando el instrumento al norte, al sur, al poniente y al
occidente, al paraíso y al infierno, con esa poderosa protesta de
almas múltiples y encadenadas, precipitando rebelión, ira, alegría
que llama a una esperanza lejana. Y entonces cada hombre, cada mujer,
anciana, viuda, niña, soldado y civil, sintieron suyos esa música,
que hablaba un idioma que por fin había encontrado una traducción
en cada soledad, en cada asfixia, en cada presentimiento de otro
espacio donde el aire que se respira no es pecado sino límpido y
puro.
El
hombre terminó de tocar. Miró demudado cada rostro de la
concurrencia, se sentó en el banco, y se echó a llorar como un
niño, y la gente asistía al llanto con la misma reverencia con que
había escuchado la música.
-Pobre
hombre, merece consuelo -se dijo el oficial.
Pero
el cura se había adelantado, pues ya estaba sentado al lado del
músico, le pasaba un brazo protector sobre los hombros y le
murmuraba que Dios tiene un consuelo para cada dolor y que debemos
orar juntos y...
Pero
el músico no pareció oír, se levantó y se dirigió a la pensión,
con la trompeta brillando a la luz de la luna.
Desde
entonces, el músico no paró de tocar.
Siempre
a medianoche, sin perder nunca su cortesía algo cínica, para el
gusto del oficial, y con «esa cara que se muere cada día», según
escribía el sacerdote en su cuaderno de notas, que alguna vez serían
sus memorias.
Con
un trozo de Carmen, de Bizet, incendió las almas varoniles y el
oficial se vio así mismo a caballo y con armadura en un desfile
triunfal, llevando en pos una ristra de cautivos encadenados.
Los
pulmones se ensanchaban hasta una dimensión celeste y triunfal con
Aida, de Verdi. Otra noche, los hombres entrevieron entre brumas
azules como vapores de una nube caída, la silueta y el rostro de una
mujer, suma de todas las mujeres y síntesis de todos los sueños,
que se llamaba Leonora, cuya belleza inalcanzable había pintado con
música un tal Beethoven, sordo, según el músico, que había dicho
también que «hay que ser sordo a todos los sonidos para alcanzar el
límite del verdadero sonido» (apuntes del sacerdote) que nadie
entendió, pero todos presintieron que era una verdad absoluta.
-Me
quebranta el hombre -decía el posadero-. Hace días que no come.
El
oficial se preocupó. Había empezado a ¿respetar?, ¿querer?,
¿venerar?, al hombre extraño que desparramaba genio en el pueblo.
Consultó con la enfermera del Puesto, que no supo darle una
explicación satisfactoria. Y entonces coincidieron en opinar que
todos los artistas son medio locos. O medio divinos, se dijo para sí
el oficial, recordando alguna lectura olvidada.
A
medianoche, a la hora exacta de medianoche, cosa rara en un enfermo
de la cabeza que odiaba los relojes, colegía el oficial, ya se
encaminaba el músico al banco de la plaza. Aquella puntualidad
inquietó al soldado, como que la medianoche es la hora de los
rituales misteriosos. Bah, cosas de películas de miedo.
Su
público estaba esperando, un poco inquieto porque en el cielo
pesaban nubes de tormenta, y relámpagos destellaban en el horizonte.
El músico probó su instrumento disparando algunas notas. Después,
tras la acostumbrada inclinación ante el público, anunció.
-La
Marcha Fúnebre de Beethoven.
Lo
de fúnebre no sentó bien a nadie. La noche era muy obscura, el
cielo muy iracundo. La muerte parecía demasiado cerca. Pero el
músico no se dio por enterado. Empezó a tocar. Y a caminar. Tocaba
caminando al mismo ritmo que su música, cruzó frente a la Iglesia,
encaró la calle, dobló en una esquina, después en otra. Era obvio
ya que el concierto era para el pueblo, cuyas casas más importantes
rodeaban la Iglesia. Tocaba aquella música estremecida, triste y
marcial, como para la muerte de los héroes.
Y
su auditorio, compacto, silente, marchaba tras él, siguiendo el
mismo paso, aterrado por esa apertura de las puertas de un más allá
temido. El cura no se sumó al auditorio caminante. Es una procesión
malsana bajo las iras del cielo -se decía-. Es una procesión de la
muerte.
Y
se sobrecogía cuando estallaba el trueno como un enojo de Dios, pero
oh fuerzas diabólicas, la música era más que el trueno. Un trueno
interior germinando en el silencio de los sepulcros. La lluvia cayó
torrencial y la procesión se dispersó, pero el músico siguió
tocando, y de la trompeta salía un gran gorgoteo de agonía. El cura
se hizo la señal de la cruz y corrió a refugiarse en la Iglesia, y
allí estuvo hasta que la música cesó, ahogada por el torrente que
caía de las alturas.
Lo
encontraron muerto en la mañana mojada de lluvia e iluminada por un
sol lavado.
Fue
simple, prosaico, siniestro. Había puesto en marcha el motor de su
automóvil, conectó una manguera al escape, cerró las ventanillas y
aspiró muerte hasta morir.
El
oficial encontró dinero -dólares- en el equipaje, y se lo entregó
al Juez de Paz. Hubiera querido quedarse con la trompeta, pero se la
llevó el Presidente de Seccional. Se le hizo un entierro decente,
con gente, mucha gente, muy silenciosa, que aún tenía en los oídos
aquella marcha fúnebre bajo el tronar del cielo. El automóvil quedó
cargo del Juez de Paz como «arma homicida». Lo guardó por un
tiempo decoroso, y como nadie se presentó a reclamar, empezó a
usarlo como propio.
Entonces
el pueblo empezó a vivir un tiempo de ausencia. Nadie se sentaba en
el banco porque allí estaba ese vacío que nunca, nadie, podía
llenar. La rutina volvió, pero el recuerdo persistió como un anhelo
callado y compartido.
Un
frío anochecer de agosto, fue el sobresalto. Hendía el silencio el
sonido de la trompeta, grosero, torpe, pero era la trompeta. El
pueblo enmudeció. El Presidente de Seccional sonrió.
-Es
mi hijo, que está procurando aprender a tocar la trompeta -explicó.
Y
entonces se inauguró una larga espera. Tal vez con el tiempo, el
muchacho llegaría a tocar como el extraño. Era cuestión de
esperar. Y entretanto, vivir.
*cuento de Mario Halley Mora
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