miércoles, 17 de junio de 2015

Manuela



El tiempo cura las heridas, dicen. Y a esta creencia me aferré, dejé que el padre Chronos cumpliera su parte del acuerdo.
Cuando decidí regresar a este lugar, lo hice pensando y creyendo en que ya era hora de poner a prueba a Chronos. Creo que funcionó en cierta medida. Hoy ya no me duelen las cosas que me dolían hace 20 años. Me duelen otras cosas.

Cuando escribo estas líneas, no puedo dejar de pensar en frases sueltas como “escribir no es terapéutico”, “demasiado ya ventilás tu vida privada”, “no sos escritora”, y esas cosas tan tiernas que solemos decir los humanos sin antes aprender a cerrar la boca. Si no podemos ponernos en el lugar del otro para tratar de dimensionar, por lo menos, lo más mínimo del torbellino que es el otro, deberíamos aprender a callar.

No pretendo ser escritora. Para mi es un acto de liberación. Liberar la historia familiar es liberar una minúscula parte de la historia de mi país, de mi continente. Una misnusculita parte de la historia de la humanidad, pues para mí no es fácil aislar la historia de las mujeres que me antecedieron, de la historia política en la que se encontraban y en la que me encuentro yo. Soy y somos productos de esos momentos.

Es algo... vago.

Quiero iniciar este algo con el relato breve sobre mi madre. No, no será “todo sobre mi madre”, para eso debería conocerla, y a mi madre no la conozco. La voy conociendo y hoy es su cumpleaños.

Ella, como muchas otras mujeres de este país, tuvo que dejarme a cargo de otra persona para ir a laburar y traer lo necesario para que pueda tener un futuro mejor que el pasado y el presente de ella.
Manuela, así se llama ella, es hija de Valentina, hija de Eleuteria (una onda, Thorin, hijo de Thrain, hijo de Thror de El Hobbit), creció entre mujeres, en medio de mucha pobreza material, pero con abundantes tierras que cultivar y cosechar, abuelo de Manuela, era dueño de muchas extensiones de tierras que trabajaban entre todos; los tíos, las tías, los nietos y sobretodo las nietas. Algunas con menos alegrías que otras. Manuela, siempre lo hacía con convicción y alegría. Con convicción porque creía que solo el trabajo duro podría darles de comer, y alegría porque disfrutaba de aquellas tareas, rutinas, etc. Ella, como suele contarme, iba temprano con la abuela a la chacra a carpir y a traer mandioca, maní, maíz para toda la familia, que era bastante numerosa. En medio de todo ese trajín, ella estudiaba -o intentaba-. Su lugar favorito casi por obligación, era la carreta del abuelo, allí dormía y allí estudiaba. Amaba estudiar, ama estudiar, me consta.

Como toda niña de campo, fue obligada a dejar la escuela para dedicarse a las tareas de la casa. No recuerdo si llegó a hacer el sexto grado o solo hizo el quinto. Luego estudiaría corte y confección, un oficio al que se dedica hasta hoy, pero cociendo ropitas para los sobrinos, arreglando y salvando esa ropa que tanto queremos. Más adelante emigraría. Fue miembro de esa gran masa de gente que huía a la Argentina para tratar de enviar algo a la familia. Según ella misma cuenta, tuvo mucha suerte, encontró trabajo al toque y nunca le faltó. Siempre le sobraba un poquito para darse algunos gustitos; como comprarse unos vinilos de sus artistas favoritos -¡cada cosa que tiene!, los he visto-, ir al cine, a bailar o comprarse ropas y zapatos que a ella le gustaban.

Venía muy pocas veces al país. Allá aprendió a cocinar cosas que jamás pensó que cocinaría. Tuvo que aprender comida francesa, italiana, española. Tuvo suerte en trabajar con extranjeros amables, según ella misma recuerda. Asumo que de allí mi gusto por los idiomas, en especial por el francés. Ella tuvo que aprender lo básico, básico para manejarse. Cuando se enteró que me gustaba el francés berreta que dábamos en el colegio, casi llora y se esmeró en exagerar con libros de francés para que yo aprendiera. Aprendí, pero lo fui perdiendo por falta de practica.

También le gustaba la música cubana. Amaba el Guaguancó. Esta vez fui yo la que deliró cuando me confesó que moría por ir a conocer Cuba y a conocer los ritmos cubanos. Manuela tenía un par de vinilos de Guaguancó.

De todo esto me enteré hace poco, como dije, ahora la estoy conociendo. De su amor a los animales ya supe ver antes, cuando moría por mis bebés de la misma manera en que yo lo hacía. Mamá dejaba que ellos durmieran con ella, les compraba cositas y jugaba y hablaba con ellos. Si, estoy llorando como lo ridícula que soy.

Ahora que tengo gatas, también muere por ellas. Y muere por cualquier bicho que camine, como yo. Ella tuvo un gato negro en su infancia, hasta que este se fue.

Manuela, es una mujer que cumple 71 años, que fue presidenta del Club Sport Cerro León -el club de acá que cumplió 100 años este fin de semana- por dos años, en la década de los sesenta. Hace como 20 años que no hay mujeres en la directiva del Club. Fanática del Club Olimpia. A mi, mi vieja me hizo olimpista. Negrita, subrayado, fuegos artificiales y que suene el expreso decano.

También es fanática de los yuyos. Sabe y aun sigue aprendiendo sobre estas hierbas. Siempre tiene una receta rara para cualquier cosa que te duela. Cree en el poder de la oración.
Hasta hace poco, yo creía que “oración” era sinónimo de rezar a alguna de deidad, santo o lo que fuere. Y en realidad, oración es pedir y creer en eso que se pide con el corazón, el alma y todas esas cosas de brujas. Mi mamá quiere aprender a curar a las personas, porque quiere aliviar el dolor físico de las personas y así “poder hacer algo por el mundo”. Entonces me manifestó que quiere ser reikista (ni idea si ese término existe). Mamá tiene el libro de magia roja, yo nunca vi ese libro. Aquí pondría el emoji del wasap al que le salen corazones por los ojos.

Manuela es amante del buen vino, sin hielo y “sin ninguna sustancia que corte el sabor y el efecto”. Ella cree que al clericó le queda bien cualquier alcohol.

Ella tiene un corazón, como todos, a la izquierda. A ella ese corazón le duele cuando ve y vive las injusticias sociales que nos toca a diario. A menudo, me tira algunas frases que son dignas de aparecer en un cartel de la revolución (?)

Manuela es madre. Manuela es dramática. Manuela ama las novelas. Manuela manipula. Manuela no es perfecta y no tiene intenciones de competir con sus madres por el puesto de “la mejor mamá del mundo”.

Manuela es mi madre.

Manuela creció entre mujeres y mucha pobreza. Manuela tuvo que emigrar. Manuela tuvo que dejarme a cargo de mi padre para emigrar por segunda vez, por el mismo motivo con destinatario de esfuerzo diferente.

Este es un acto, que no sé si perdoné del todo (por las consecuencias en mi vida), pero por lo menos ahora voy entendiendo mejor, y lo llevo de otra manera, más calmada y menos furiosa. Siempre peleamos por la percepción y por el concepto de su presencia solo los fines de semana.

Manuela trabaja hasta ahora en el mismo lugar en el que entró hace 24 años. Trabajó y dio todo por sus hermanas, su mamá, sus primas, sus sobrinas y por su hija. Soy heredera de una pequeña porción de tierra, que hasta hace poco estaba en venta. Sin embargo al escuchar todas las historias que escuché y lo que significó para ella la compra y batalla, no la quiero vender, por respeto a ella y a su esfuerzo. Aún no sabemos como vamos a construir nuestra casa propia, por el momento ella vive con mi tía y yo me vine a vivir a la casa que fuera de la abuela y que está asentada en el terreno que Manuela le regaló a su madre. Para eso había ido a trabajar a la Argentina.

Manuela se enamoró. Manuela sufrió por amor. Manuela no escapó de la violencia. Otra de las razones por la que nunca pudo construir su casa propia. Es otro número en la estadística de mujeres que creyeron en el amor eterno y que ello implicaba estabilidad. Lo tuvo. Yo ayudé a terminar esa relación y me siento orgullosa y feliz. La vida con mi padre era un suplicio.

Manuela no me jode con eso de ser madre. En semana santa de este año me enteré que ella tenía los mismos pensamientos que yo respecto a la maternidad. De hecho, ella esperaba que no sobreviva a los primeros tres meses críticos de su embarazo. Los anteriores le indicaban que nunca sobreviviría, a esta “inutilidad” se le sumaba la edad. Ella me parió a los 42 años, su embarazo era de alto riesgo. A esto se le suma su presión alta. Aun así, la caradura llegó. Ella se ríe cuando me dice “desde temprano eras nomás luego una rova atâ sin remedio. Sos nomás una sobreviviente, hija”. Háganme giros tigo de Kleenex.

Manuela no me jode, o por lo menos ya no, con eso del matrimonio y la familia feliz. Ella sabe que ya tuve la oportunidad de jugar a la casita feliz y que fuimos felices. Nos aburríamos un poco sin taaantos problemas que resolver, pero fuimos felices, a nuestro modo y en nuestro tiempo. Ella formó parte de eso. Nunca apostó a eso, según me cuenta ahora. Dice ella, que las cosas buenas siempre llegan a su fin, pues no pueden ser más que eso. Y como muestra le teníamos a Jimi y Skay, que fueron nuestro todo, por un corto tiempo, pero luego debieron continuar cuando ya nos dieron todo. Mejor envíenme giros tigo de pizza y fernet.

Manuela nunca me jodió con los estudios. Esa era labor de papá. En consecuencia soy una hija primera alumna los doce fucking años de estudio. El síndrome estamos tratando de romper aun, no es fácil. Con lo del título si me jode, porque soy la promesa y apuesta de toda una generación y sus carencias. Trato de explicarle cosas, pero cuesta decirle que la carrera que tomé con tanto entusiasmo, amor, y fe (?) terminó siendo algo jodidamente repudiado por mi persona. Y que quiero terminar algo peor que la sociología (?)

Ella ni intenta decirme que estudie marketing, que es lo que me da de comer ahora. Sabe que pronto me voy a aburrir y terminar en teoría del arte. Entonces, tantea con que vuelva a la Universidad a estudiar letras, ya que sabe que me gusta la literatura y me gusta escribir estas huevadas.

Si, todo así mezclado. Así somos las dos. Así es Manuela, que no me jode con los estudios, por que sabe que voy a poder, dice. Me jode con el título. Ella que nació con Morínigo y se exilió con Stroessner sin posibilidades reales de acceder a una educación básicay de calidad. Ella que no conocía otras formas de representación, al igual que yo, hasta que llegó el 2008. Una alegría compartida, una tristeza que compartíamos a medias. Ella le quiere a Lugo, a medias, ya que desde su mirada y sus diálogos con otros trabajadores, fue el que mejor intentó hacer las cosas. Es antiliberal -del partido- a muerte. Una de sus frases celebres la lanzó cuando Franco se convirtió “por golpe de gracia” en Presidente; “los liberales luego siempre fueron plata pota y por eso son siempre los peores traidores de la historia. Con los colorados por lo menos sabés que siempre nos va a ir mal”.

Manuela, quien siempre tenía que votar por los colorados, votaba nulo. Y nunca se arrepintió, hasta que le votó a Rafael Filizzola, de ese voto si que se arrepiente, y me dice “no vaya luego a decir nada”. Yo me río.

Manuela, hoy tiene canas, arrugas, manchas y achaques, consecuencias de la edad y de la vida dura que le tocó vivir. Manuela es esto que les cuento. Manuela es otra parte que no me cuenta. Manuela es otra parte que no conozco y es también una parte que no puedo contar, o por lo menos todavía no.

Manuela, mi mamá, está de cumpleaños y su sueño siempre fue escribir la historia de su familia. Ella nunca pudo. Manuela lleva el nombre de mi tío abuelo Manuel, quien también debería cumplir años hoy, y a quien prometí ir a encender una vela en nombre de mi mamá.

Manuela no es perfecta, es solo mi mamá y me da mucha alegría poder conocerla y poder aprender a no ser tan dura cuando la juzgo. Estoy aprendiendo a no juzgarla, pero todavía se me hace difícil. Solo sé que cuando llegue el momento, mis dudas habrán sido aclaradas y mis preguntas respondidas con mucha franqueza, característica muy de las dos por lo que descubro. ¡Auch!

Así es como estoy sanando. Así es como estamos sanando las dos, y sanamos entendiendo cosas que muchas generaciones nos fueron tirando encima.

La historia de Manuela es la historia de miles de mujeres, sus madres y sus hijas.
La historia de Manuela es la historia de mi madre y es la historia de su madre.
La historia de Manuela es mi historia.

Y esta es la historia que les quiero contar.
 

Mirror - Hossein Zare




nota: soy consciente de mis errores de redacción.


domingo, 19 de octubre de 2014

La caminante

Por Elena Martínez Riquelme 


Hola tía... me dice, miro con ella y nos encontramos.
Caminante eterna, se encuentra en otras caras,
comunidad itinerante entre criaturas místicas de color oscuro
y ojos que gritaban rabia escondida.

Dando vuelta en aquella esquina suburbana no se mira a la vidriera
sigue a paso firme, con las tres almas discutiendo.
Ella, en la correntada concentra su cuerpo. 

Amaneció sonriendo.

El golpe del viento mide su grito, lo atrapa, lo silencia
se agita, brota, circula, danza, lunea

La puja del duelo entre el vivir-devenir
vestida en negro lazo, sangre rubí. 

con los canales abiertos en luces de juegos resplandecientes
grita, molesta, pide, llora,

Amaneció llorando.

los sentidos, agudos, abiertos. En espera. 

El caracol cósmico del sentir,
la serpiente madre trepada a su columna
se hace camino regando piel nueva, se hace camino en el calor urbano.

La caminante. Ella. Esa. Aquella. Nosotras.

miércoles, 1 de octubre de 2014

La vendedora de nubes*


* Magda Montiel S. y Elena Poniatowska
Ilustración: Antonio Esparza

 
Los marchantes llevan sus centavos liados en un pañuelo; otros los hacen sudar en la apretada cuenca de su mano.
Hay que cuidar el monedero porque los jitomates están de "mírame y no me toques" y la romanita cuesta "un ojo de la cara".
Huele a fritangas, a maíz tostado, a cebolla, a cilantro, a yerbas del monte. Huele bonito. Los vendedores ofrecen sus alteros de naranjas, sus sandías atrincheradas, sus pirámides de chile poblano que relumbran verde, sus montoncitos de pepitas de calabaza. 

Entre los puestos atiborrados de mercancía, uno permanece vacío. Sin embargo, bajo el tendido de manta rosa, una niña se ha parado y espera:
—Bueno niña, y tú ¿qué vendes?
— Yo, esta nube.
—¿Cuál nube?
—La que está allá arriba.
—¿Dónde?
—Aquí encima, ¿no la ve?
El señor ve que, en efecto, una nube aguarda a prudente distancia. 
—¡Niña, las nubes no se venden!
—Pues yo la tengo que vender porque en mi casa estamos muy pobres.
—Yo soy licenciado, niña; y puedo afirmarte que las nubes no son de nadie, por lo tanto no pueden venderse.
—Pero ésta sí, es mía: me sigue a todas partes.
—En primer lugar, ¿cómo te hiciste de ella?
—Una noche la soñé y tal como la soñé amaneció frente a mi puerta.
—¡Con mayor razón! ¿Quién vende sueños? La juventud de ahora anda de cabeza.

El licenciado se aleja refunfuñando. Tras él, una señora se detiene. Lleva puestos unos collares tan largos que casi no la dejan avanzar; y brillan tanto, que lastiman los ojos:
—A ver, ¿de qué es tu nube?
—De agüita, señora.
—¿Es importada?
—No, señora, es de aquí.
La señora arruga la nariz.
—Le puede regar su jardín —insiste la niña-, le puede adornar el ventanal de la sala.
—¿ Para que parezca cromo?
¡Dios me libre! Las nubes son anticuadas. Decididamente tu nube no tiene nada especial.
La niña sonríe a la nube para animarla. "Olvida el desaire", le dice; y todavía está con la cabeza en el aire cuando un político de traje acharolado medita frente a ella: 
 

—Creo que tu nube, niña, puede ser un elemento positivo en mi campaña para diputado. ¿Sabrá escribir letras en el cielo?
—Depende de las letras.
—Las del nombre del candidato.
Todos las verían escritas encima de la ciudad. Si vienes mañana al centro, a la sede del partido...
—Oh, no señor, yo al centro no voy y menos a una oficina. Allá hay mucho esmog, del más denso y negro, y se me tizna mi nube.
—Te pago un buen precio.
—No señor, fíjese que no.
El político se da la media vuelta.
La niña permanece una hora en medio de su puesto, sin que nadie se acerque, a pesar de que vocea como los papeleros: "¿Quién quiere una nube? ¿Quién compra una nube? Una nube limpiecita, sin esmog"; hasta que se cansa y empieza a hablarse a sí misma en voz alta: "¡Qué hambre! ¡Lástima que no me pueda comer un pedazo de nube!" Y al oírla un militar la interrumpe. 
 
—¿De qué hablas sola, niña; qué tanto murmuras?
—Le estaba hablando a mi nube, capitán; le vendo esta nube, una nube de verdad.
—Hum... Una nube... No lo había yo pensado, pero podría servir para esconder mis aviones. Nadie se atrevería a sospechar de una nube.
¿Sabe acatar órdenes tu nube?
—Entonces, si no es para guerrear, no la quiero. ¡Hasta luego!
Un vagabundo, con su morral deshilachado y su sombrero agujerado ha escuchado y sin más le sonríe.
—Y esa nube niña, ¿es tuya?
—Sí señor, ¿cómo lo adivinó?
—Pues, por el mecatito del cual la traes amarrada.
Yo también de niño tuve una nube y la llevaba jalando como un globo, nomás que se me perdió. Con la edad, se le van perdiendo a uno las cosas. 

Un estudiante de mezclilla se metió en la conversación:
—A ver, niña, si te la compro, ¿cómo me la llevo?
—Pues, desamarro el cordelito y usted la jala.
—¿Y en dónde la meto? En mi casa no va a caber. 

—Sí cabe, cómo no, sí cabe.
Nosotros somos siete y vivimos en un solo cuarto; yo, en la noche, la meto en una botella para que no ande nomás flotando por ahí, arrimándose a otras puertas; vayan a decir los vecinos que lo que quiere es que le regalen un taco.
—Bueno, y ¿qué come?
—Airecito, pero del limpio.
—Pero en la mañana, ¿cómo le hago si tengo que ir a clases?
—Nomás destapa la botella; la nube sale, bosteza, se estira, se alisa la falda, se esponja y ya la puede usted sacar al patio para que se vaya para arriba de nuevo.
—¿Cuánto quieres por ella?
—Dos setenta y cinco. Nomás cuídela usted cuando hay tormenta, porque se inquieta mucho; se pone negra de coraje porque ya le anda por irse con las otras. Eso es lo único.
El estudiante se amarra el mecate a la muñeca y la vendedora le da un jalón diciendo "vete nube".
El vagabundo y la niña se entristecen.
—¿Para qué vendiste semejante tesoro?
¡Lástima, lástima!
—Ahora mismo voy a recoger los palos de mi tendido para ir a comprar comida.
La niña y el vagabundo enrollan el toldo cuando regresa el estudiante:
—Esta nube a cada rato me jalonea, es muy retobona; por poco y me rompe el brazo. Mientras salíamos del mercado se comportó, pero ahora ya no la aguanto. ¡Es muy mustia!
Dame mis dos setenta y cinco.
Inmediatamente, la vendedora le tiende los brazos a la nube. 

—¿Y mi dinero? —se irrita el estudiante.
—Aquí está, aquí está... Es que la nube no quería ir y yo la obligué, y no es bueno forzar a las nubes.
La nube baja hasta quedar a los pies de la niña; el vagabundo, contento, ordena:
—Súbete, rápido.
—¿Qué vamos a hacer?
—Irnos de viaje, darle la vuelta al mundo. Yo sé de eso, ¿qué no ves que soy vagamundos? Vamos a soñar que es lo mismo que viajar; las nubes son muy sabias y al ratito, cuando nos cale mucho el hambre, bajaremos a cortar elotes tiernos. Súbete, súbete, pero pícale tú también nube... 

La nube se levantó graciosamente llevando en sus brazos a la niña y al vagabundo. Y antes de que los marchantes y las señoras que regatean en el mercado pudieran alzar la vista y hacerse cruces, habían desaparecido en el horizonte. 




Nota: Hoy cuando desperté pensé en lo lejos que estoy de la cumpleañera del día, y que no sabía que regalarle en su día especial. Recién esta tardecita recordé este cuento que había leído hace poco y de alguna manera me recordó un poco a ella. Así es que espero que cuando lo lea, lo disfrute y sepa cuanto aprecio le tengo. Además es hermana de una de mis personas favoritas en el mundo, lo que la hace muchísimo más especial. Feliz cumpleaños Farru, mucha birra y mucha alegría para vos. Te quiero.


viernes, 25 de julio de 2014

La quiebra del silencio*






Empezaba a caer la noche sobre el pueblo. De la iglesia salía el rumor del mujerío rezando el rosario. El centinela de la Comisaría dormitaba apoyado en su fusil y con la cara infantil casi escondida dentro de su casco de plástico. Las vacas dormitaban en la plaza, echadas sobre sus enormes panzas, y rumiando su vieja pereza.

En el taller y herrería de don Facundo, una linterna daba luz y otra luz más intensa, azul, se desprendía del soplete que soldaba hierros bajo un camión elevado sobre tacos de madera. En la Seccional, dos hombres jugaban a las damas, y el mayor movimiento estaba en el Bar Billar El Arribeño, cuyo orgullo era la mesa de billar recientemente adquirida, a esa hora bastante nutrida de jugadores y mirones. El silencio crepuscular hubiera sido completo si no fuera por el golpe de los maderos sobre las bolas del billar, y la lejana música de los altavoces del Club 15 de Junio, anunciando el baile y elección de reina del próximo sábado.

Entonces llegó el visitante.

Manejaba un automóvil azul lustroso, pero cubierto de polvo. Lo vieron detenerse en la posada, entrar, volver a salir a recoger unos bultos de la baulera del coche y regresar adentro. Poco después reapareció, se sentó al volante e introdujo en el patio el vehículo que estacionó debajo de un árbol.

Mucho más tarde, el oficial de patrulla llegó a la pensión y preguntó a don Segundo si había registrado los documentos del viajero. Azorado, el posadero confesó que se le había olvidado. Prometió que mañana a primera hora cumpliría con su deber administrativo.

-¿Es gringo? -preguntó el oficial.
-Parece -dudó el posadero-. Habla bien el castellano.
No agregó que aquel hombre, de pelo demasiado largo para su gusto, y con barba que bien mirada era bastante sospechosa, todo de extraño color cobre, hablaba bien el castellano, pero con voz lenta, pausada, pensada, «como si pensara en otro idioma y hablara el nuestro».

-¿Trajo equipaje?
-Una valija y un bulto -contestó el posadero.
-¿Bulto? ¿Dijiste bulto, don Segundo?
-Sí. Un bulto -lo pensó mejor- o una funda. O un estuche grande. -Y extendía los brazos y abría las palmas para indicar el tamaño del bulto, o la funda, o el estuche.

El oficial salió al patio, atravesando el comedor a esa hora desierto de clientes.
Observó el automóvil debajo del árbol. Sonrió. En ese árbol dormían las gallinas, y el auto se estaba cubriendo de salpicones de mierda. Regresó a la posada. Mirando pensativo al posadero.

-Así que un bulto... -habló como para sí.
-Bastante alargado -informó el posadero, que veía asomar una sospecha en los ojos del oficial e intuía que mejor era colaborar.
-¿Dónde está?
-En la pieza de arriba, con balcón.
El oficial subió las escaleras, tras hacer señas a los dos soldados de la patrulla que lo esperaran abajo. No le daría motivo al posadero, ni a nadie, para pensar que era un flojo. Golpeó la puerta, y esta se abrió enseguida. La gran flauta -pensó el oficial- parece Tarzán. El hombre con su cabello largo y su barba que parecía haber retenido la luz de la luna, estaba desnudo, salvo un calzoncillo anatómico. Alto y musculoso. Sonrió con mansedumbre.
-¿Señor?
-Quiero pasar.
El hombre se hizo a un lado, pasivo, sonriente, tenso como quien quiere paz con el mundo y consigo mismo. El comisario penetró en la habitación, donde había una lámpara encendida.

-¿Sus documentos?

El visitante asintió. Hurgó en un bolsón de mano que decía «Eastern» y sacó una libreta verdosa y se la pasó al oficial. El oficial la examinó a la luz de la lámpara. Carajo, en inglés. Empezó a hojear y vio sellos de distintos tonos de azul, de verde, y hasta de rojo que decían Tel Aviv, Hong Kong, París, Amsterdam, Tokio.
-Soy canadiense, señor -le ayudó el extraño.
-Ya vi eso -respondió el oficial, que realmente no había visto más que aquellos sellos
-Canadá. Mucho frío por allá -opinó, irritado de ser considerado un ignorante, y él conocía Canadá, porque había visto una película con trineos tirados por perros y con la gente que se hundía en la nieve hasta las rodillas.

Le devolvió el documento.
-Mañana se me anota abajo.
Dio un vistazo circular a la pequeña pieza. Allí estaba, negro, alargado, lustroso, el bulto, o funda...Se tensó. Sin disimulo, soltó el broche de la pistolera.
-¡Siéntese en la cama!
-¿Cómo dice, señor? -no cesaba de sonreír.
-¡Que se siente en la cama!
-Sí señor -obediente, el atleta se sentó en la cama.

Cuidando de no dar la espalda a aquel hombre que mentalmente ya había bautizado Tarzán, el oficial se acercó a la mesa donde reposaba el bulto, o funda... o lo que fuera. Tenía un larguísimo cierre de cremallera, de uno a otro extremo. Comprobó que la empuñadura de su revólver estaba a mano, y de un tirón, corrió el cierre de la cremallera. Adentro era de un suave terciopelo rojo, y sobre el rojo, brillaba deslumbrante un instrumento musical.

-Es una trompeta -se oyó la voz modulada con cuidado que venía de la cama.
-Conozco lo que es una trompeta -respondió irritado el oficial-. ¿Es músico?
-Digamos que sí -el hombre sonreía.

El oficial extrajo el instrumento. Olvidó un poco su empaque de autoridad. Aquel metal dorado era cálido, amistoso, perfecto y bello, pulido y suave, de carne de mujer aparecida en sueños, con cuatro botones de plata para una túnica de sonidos.
-Es lindo...-murmuró, y regresó la trompeta al estuche, y decidió marcharse.
Ya en la puerta se volvió. -¿Hasta cuándo se queda?
-No sé.
Poco satisfecho con esta respuesta, descendió la escalera. Don Segundo lo miraba con miedo y curiosidad.
-Era una trompeta -le informó el oficial.
-¿Es norteamericano? -preguntó el posadero.
-De por ahí cerca.
Y se marchó a continuar su ronda nocturna, seguido por los dos soldados, enojado por el ruido que hacía uno de ellos cuando masticaba la galleta que llevaba en los bolsillos, que le impedía pensar en aquella cosa de carne de oro, dormida sobre terciopelo rojo, como debe dormir la Diosa de la Música -dudó- si la Música tiene Diosa.

-¡Sí señor, un bife grande con cuatro huevos fritos! No señor tocino no hay.
-No. Jugo de naranja no pero le puedo hacer jugo de pomelo, de allá del patio...
Sí, señor. Su auto está lleno de caca de gallina, señor.
El hombre sonreía despreocupado. Y comía. Y bueno, que se agarre un cólico cerrado, si quiere, y que su auto se llene de porquería esta noche.
Y el posadero volvía a lo suyo.

El hombre terminó su desayuno y salió a caminar por el pueblo. En el Bar Billar alguien dijo que el gringo ese parece que tiene pila, le mira a uno y sonríe. Una vendedora en el mercado, de vieja a vieja, le murmuraba a otra que «O yoguaitépa Nuestro Señor Jesucristo pe». Y el rumor creció en el mercado, y se aposentó en las cocinas, paró las máquinas de coser, circuló entre las viejas que bajaban la voz en susurros reverenciales. El hombre se parece mucho a Nuestro Señor Jesucristo.

El golpeteo sobre los morteros de madera cesó y la molienda de maíz tuvo una pausa.
En alguna olla de hierro el chicharrón se iba quemando, y la jalea de guayaba se pasaba de punto en los hervidores de cobre. Y un santo quedó sin su vela y un difunto sin su aniversario. El horno de barro sobre estacas perdía su calor acumulado.

Corredores quedaron sin barrer, y las aguas del cántaro sin renovarse, y los huevos no fueron recogidos de los yuyales. Doña Luz, orgullosa de su blancura fue a visitar a su comadre y se olvidó de su sombrilla eterna. Don Servando se fue furioso al Establecimiento después del imperdonable mate frío que le sirvió ña Cayetana, con aire ausente y distraído.

Oyoguaitépa Jesucristo pe...
Reían las jovencitas irreverentes y decían que Nuestro Señor no maneja autos y que el hombre era churro como en el cine, deseando más que nunca ser elegidas reinas del 15 de junio.

El oficial, sentado en su Comisaría y con su deber de saberlo todo, no cesaba de pensar en el hombre aquel. Y en su trompeta. Con su instinto afinado de autoridad, parecía asomarse a una conclusión inquietante. Con la llegada de este hombre, algo estaba cambiando. O algo se estaba quebrando. Lo malo era que no sabía qué. Decidió no decirle nada al Comisario, porque al final de cuentas, no tenía nada que decirle. Pero la inquietud volvía. Había más gente por las calles. Más ruido y más ventanas abiertas en las casas. Y se hablaba más, como si el hombre hubiera hecho un agujero en viejos diques de silencio. Miró por la ventana, y hasta el cura había perdido su costumbre de estar ausente, porque se le veía pasear por la plaza, meditando, con las manos cruzadas sobre sus flacas nalgas.

Paseando, sin prisa, dándose tiempo a pensar más hondo.
Lo inesperado sucedió al caer la noche. El hombre salió de la posada con la trompeta en la mano. Cruzó la calle y penetró en la plaza, donde antes había pasto, que las vacas se habían comido, y un «parque infantil» con tobogán y hamacas que colgaban destrozados, pero sobrevivía un banco despintado, sobre el pedregullo suelto de lo que debió ser la Avenida de la Iglesia.
El hombre se sentó en el banco, se llevó la trompeta a los labios, y emitió un sonido áspero. Un chiquillo, valeroso, descalzo, y con mundos de inocencia en los grandes ojos abiertos se había acercado al músico. Él le sonrió, se levantó, hizo una reverencia y murmuró:

-Bienvenido al concierto.
Volvió a sentarse, y decía al chiquillo:
-El Réquiem, de Mozart.
Y después, agregó:
-Es música para los muertos.
Fue demasiado para el niño, que huyó a llevar la noticia. El extraño tocaba para los muertos.

Entonces la música empezó, y el pueblo y las cosas y las personas quedaron detenidas en el tiempo. Un taco de billar quedó a medio camino.
En la Iglesia el rumor llegó apenas susurrado al «Ruega por nosotros, pecadores...» y se diluyó. El cura perdió el hilo de las cuentas del rosario.

Todo quedó pendiente del purísimo sonido del metal, el cielo y la tierra se volvieron música, y la música era un enorme lamento que era la suma de todos los lamentos por todos los muertos. Gentes se aproximaban, convergían en silenciosa, espectral procesión hacia aquella fuente de sonidos doloridos e impetuosos, y un círculo humano, respetuoso y silente, rodeaba al extraño, que tenía las mejillas rojas y los tendones del cuello tensos, y los ojos cerrados para mirar mundos más allá del mundo y oír silencios más allá del silencio de las estrellas del cielo.

Dentro de la iglesia, al rumor de los rezos reemplazó aquella vibración que rajaba el alma con puñales de cristal, para que las almas perdieran sus viejas cáscaras y se asomaran al borde de un abismo de luz de donde surgía una tentación de maravillas,
y del conocimiento de la verdad última de lo sobrenatural. Ni el mismo cura escapó a la seducción, contenía la respiración e inspiraba de a poco, como si quisiera respirar la música que flotaba en el aire y se adueñaba de todo.
Manto espeso de dulce tragedia, resignación iluminada, peso funerario y triunfal al mismo tiempo, genio que no vence a la muerte pero la viste de majestad, el Réquiem de Mozart se abatió sobre aquella inocencia cruel y raigal del pueblecito perdido, y la mujer y el hombre, la anciana y la viuda, sintieron que sus muertos estaban allí, en medio de las sombras, respirándoles en la nuca un aire cálido de tristeza y salvación.

Terminó la música. Y un silencio más ensordecedor que todas las ovaciones de todos los teatros, premió al músico, que sonrió, hizo una reverencia y se alejó con su paso largo con rumbo a la posada.
La multitud no se dispersó, rodeando el banco vacío. Una anciana se santiguó.
El Presidente de Seccional quiso decir «I porá», pero se le atragantó la palabra. Y el oficial se alejaba deprisa hacia la comisaría, bajando la visera de la gorra sobre los ojos, no sea que vieran que le corrían lágrimas, y más curioso que nunca de saber qué diablos estaba pasando en el pueblo.

El día siguiente, en la posada, el extraño comía en una mesita que pidió se colocara en el rincón más alejado. En otra mesa almorzaban el Presidente de la Seccional, el Juez de Paz y el Comisario, y en otra más alejada, un robusto chofer de camión ganadero con dos ayudantes, bulliciosos al principio, pero algo inquietos después al observar que el Comisario, el Juez y el Presidente hablaban en susurros, consideraron prudente hablar también ellos en susurros. En una cuarta mesa, el oficial que tenía delante sólo una botella de cerveza, se preguntaba por qué aquellos tres hombres llenos de poder hablaban con voces tan quedas. Y se hubiera reído si no fuera inconveniente cuando llegó a la conclusión de que la presencia del gringo los sobrecogía, como a él.
Poco después llegó el cura, se dirigió directamente a la mesa del extraño que estaba devorando su postre, una piña entera, y enjugándose la boca y la barba húmeda con la servilleta se puso respetuosamente de pie.
-Por favor, siéntese -pidió el cura.
-Usted primero, Padre.
El sacerdote se sentó frente al hombre, unió las manos sobre el mantel.
-Lo de anoche fue hermoso.
-Gracias, Padre.
-¿Piensa seguir tocando?
-No le entiendo, Padre. ¿Perdón?
El cura sonrió azorado.
-Perdóneme a mí. ¡Preguntar a un músico si seguirá tocando! Es tonto.
La pregunta es si piensa seguir tocando en el mismo sitio y a la misma hora.
-Sí, hora.
El extraño iluminó su perpetua sonrisa.
-Perdone que me ría, Padre. Un médico, allá lejos me dijo que me olvide de la hora o me volveré loco. Por eso estoy aquí, el lugar más aproximado al lugar donde no existe el tiempo -rió-. El médico me decía que tengo el cerebro intoxicado de tiempo, y de prisas, y de relojes, y camarines y grandes telones de terciopelo.
El oficial, que no perdía palabra, se platicaba a sí mismo que el diagnóstico y la cura habían llegado tarde. El pueblo, su pueblo, un lugar donde no existe el tiempo.
Locura.
-Entonces le diré de otra manera, señor -decía el cura- comprendo que Ud. toca, como...
-No encontraba la idea.
-Como un acto de liberación, Padre. Toco cuando siento ansias de tocar. Entonces, no me pregunte dónde y a qué hora.
-Entiendo, entiendo -decía el cura, que sólo entendía a medias- ¿Pero me aceptaría un ruego?
-Sí, Padre. ¿Qué?
-Si siente ganas de tocar a la hora en que mis feligreses rezan, por favor, aguante un poquito, hasta que terminen.
-Lo haré, Padre -contestó con humildad el músico.
El sacerdote se levantó, le estrechó la mano.
-Gracias. Es Ud. un buen hombre. Y un gran artista. -Soltó la mano del músico, hizo un ademán para marcharse, pareció vacilar, se volvió de nuevo al hombre y preguntó-. ¿Es Ud. católico?
-Creo en Dios, Padre.
-¿Qué Dios?
-No puedo describirlo, Padre. A veces veo su rostro reflejado en mi trompeta.
No es nada chistoso, se decía malhumorado el cura. ¿Se había burlado de él? ¡La cara de Dios en la trompeta! Regresó a la Iglesia.
Loco. Definitivamente loco, coincidió con él, sin saberlo, el oficial.
La tarde del mismo día, las rezadoras parecían distraídas, con el oído atento a los sonidos de afuera, y al cura no le sentó nada bien semejante conducta. Entretanto, en la plaza, el círculo se iba macizando en torno al banco vacío, pero el músico no apareció ese anochecer, ni en el del siguiente, ni en el del siguiente.

Un sentimiento de vacío entristeció el corazón del pueblo, y al quinto día, ya no había gente esperando frente al banco de la plaza.
A los siete días, la rutina había vuelto, y más o menos los pocos que pudieron entender las explicaciones del oficial, también tuvieron una idea de la conducta del músico.

-Es un gran artista, pero tiene stress -explica a el oficial, y callaba, esperando que esa palabra bárbara, stress, penetrara en las mentes de sus oyentes. Él conocía su significado, pues se lo había dicho el mismísimo cura-. Es una enfermedad de la cabeza -continuaba- de repente se piensa y de repente no. De repente se hace y de repente po se quiere hacer. El cerebro funciona medio caprichoso. Al hombre le da un ataque cuando ve un reloj -esto último lo había inventado por su cuenta, y después finalizaba con una sentencia inapelable-. Desde luego, todos los artistas son medio locos.
En los días siguientes, todo el mundo hablaba de «stress». La enfermera de Puesto de Salud aseguraba que era consecuencia de tomar demasiado pastillas. En plena sesión de la Seccional, el Consejero Honorario, de ochenta años, y que había perdido un ojo en 1947, decía que es como «una lepra del pensamiento». Su esposa, ña Emerenciana, oía las explicaciones y decía que el stress era como cuando el pombero toca a los perros, que amanecen enloquecidos, y aseguraba que al gringo seguro que le tocó el Demonio.
Llamó también la atención que desde la visita del sacerdote, el hombre se había encerrado en la pieza, donde el posadero le llevaba la comida. Y las almas supersticiosas pensaban que su demonio había quedado con miedo.
Todo empezó a renovarse cuando cerca de la medianoche, irrumpió el oficial en el Bar Billar, anunciando que el extraño estaba sentado en el banco de la plaza. Unos acudieron en tropel, otros fueron a despertar a sus mujeres. El cura se enojó cuando el sacristán le arrancó de su placentero sueño, pero se levantó y sin sotana, salió a la plaza. Cuando llegó, la concurrencia ya era numerosa, esperando, en silencio, mientras el músico, con la mirada perdida, pasaba una franela sobre el lustroso metal de la trompeta. Y todos lo notaron. La barba y el cabello mucho más crecidos, las mejillas antes lozanas, de un desvaído gris-rosado y los ojos hundidos, como si tuviera fiebre.
Pareció recobrar algo de su apostura entre inocente e irónica cuando se puso de pie, hizo una reverencia y murmuró:

-Bienvenidos al concierto -sonreía.
No es su sonrisa de siempre -observó el oficial-. No sonríe, muerde la sonrisa.
-Louisiana -decía el músico-, tierra de algodones y de esclavos negros que soñaban con su perdida Patria africana. Querían lanzar a la cara de Dios su tristeza infinita. Y encendían fogatas en la noche y cantaban con lamentos de leones ciegos.
Hombres y mujeres asentían respetuosos. El sacerdote sintió un escalofrío. Lamento de leones ciegos. La totalidad de la tristeza.

-Pero Dios, o sus dioses de troncos labrados no alcanzaban a escucharlos -continuaba el músico-. Y entonces un negro encontró una trompeta, bella como esta, sopló, y allí estaba el sonido para los oídos del cielo, o de todos los cielos que inventa el hombre para no perder la esperanza.

El oficial se preguntó si no era llanto lo que brillaba en los ojos del extraño.
-Damas y caballeros... -no tomó asiento. Tocó de pie, soplando con una energía inconcebible y girando, retorciendo el cuerpo esbelto, apuntando el instrumento al norte, al sur, al poniente y al occidente, al paraíso y al infierno, con esa poderosa protesta de almas múltiples y encadenadas, precipitando rebelión, ira, alegría que llama a una esperanza lejana. Y entonces cada hombre, cada mujer, anciana, viuda, niña, soldado y civil, sintieron suyos esa música, que hablaba un idioma que por fin había encontrado una traducción en cada soledad, en cada asfixia, en cada presentimiento de otro espacio donde el aire que se respira no es pecado sino límpido y puro.

El hombre terminó de tocar. Miró demudado cada rostro de la concurrencia, se sentó en el banco, y se echó a llorar como un niño, y la gente asistía al llanto con la misma reverencia con que había escuchado la música.
-Pobre hombre, merece consuelo -se dijo el oficial.
Pero el cura se había adelantado, pues ya estaba sentado al lado del músico, le pasaba un brazo protector sobre los hombros y le murmuraba que Dios tiene un consuelo para cada dolor y que debemos orar juntos y...
Pero el músico no pareció oír, se levantó y se dirigió a la pensión, con la trompeta brillando a la luz de la luna.
Desde entonces, el músico no paró de tocar.
Siempre a medianoche, sin perder nunca su cortesía algo cínica, para el gusto del oficial, y con «esa cara que se muere cada día», según escribía el sacerdote en su cuaderno de notas, que alguna vez serían sus memorias.
Con un trozo de Carmen, de Bizet, incendió las almas varoniles y el oficial se vio así mismo a caballo y con armadura en un desfile triunfal, llevando en pos una ristra de cautivos encadenados.
Los pulmones se ensanchaban hasta una dimensión celeste y triunfal con Aida, de Verdi. Otra noche, los hombres entrevieron entre brumas azules como vapores de una nube caída, la silueta y el rostro de una mujer, suma de todas las mujeres y síntesis de todos los sueños, que se llamaba Leonora, cuya belleza inalcanzable había pintado con música un tal Beethoven, sordo, según el músico, que había dicho también que «hay que ser sordo a todos los sonidos para alcanzar el límite del verdadero sonido» (apuntes del sacerdote) que nadie entendió, pero todos presintieron que era una verdad absoluta.

-Me quebranta el hombre -decía el posadero-. Hace días que no come.
El oficial se preocupó. Había empezado a ¿respetar?, ¿querer?, ¿venerar?, al hombre extraño que desparramaba genio en el pueblo. Consultó con la enfermera del Puesto, que no supo darle una explicación satisfactoria. Y entonces coincidieron en opinar que todos los artistas son medio locos. O medio divinos, se dijo para sí el oficial, recordando alguna lectura olvidada.
A medianoche, a la hora exacta de medianoche, cosa rara en un enfermo de la cabeza que odiaba los relojes, colegía el oficial, ya se encaminaba el músico al banco de la plaza. Aquella puntualidad inquietó al soldado, como que la medianoche es la hora de los rituales misteriosos. Bah, cosas de películas de miedo.

Su público estaba esperando, un poco inquieto porque en el cielo pesaban nubes de tormenta, y relámpagos destellaban en el horizonte. El músico probó su instrumento disparando algunas notas. Después, tras la acostumbrada inclinación ante el público, anunció.

-La Marcha Fúnebre de Beethoven.
Lo de fúnebre no sentó bien a nadie. La noche era muy obscura, el cielo muy iracundo. La muerte parecía demasiado cerca. Pero el músico no se dio por enterado. Empezó a tocar. Y a caminar. Tocaba caminando al mismo ritmo que su música, cruzó frente a la Iglesia, encaró la calle, dobló en una esquina, después en otra. Era obvio ya que el concierto era para el pueblo, cuyas casas más importantes rodeaban la Iglesia. Tocaba aquella música estremecida, triste y marcial, como para la muerte de los héroes.

Y su auditorio, compacto, silente, marchaba tras él, siguiendo el mismo paso, aterrado por esa apertura de las puertas de un más allá temido. El cura no se sumó al auditorio caminante. Es una procesión malsana bajo las iras del cielo -se decía-. Es una procesión de la muerte.
Y se sobrecogía cuando estallaba el trueno como un enojo de Dios, pero oh fuerzas diabólicas, la música era más que el trueno. Un trueno interior germinando en el silencio de los sepulcros. La lluvia cayó torrencial y la procesión se dispersó, pero el músico siguió tocando, y de la trompeta salía un gran gorgoteo de agonía. El cura se hizo la señal de la cruz y corrió a refugiarse en la Iglesia, y allí estuvo hasta que la música cesó, ahogada por el torrente que caía de las alturas.

Lo encontraron muerto en la mañana mojada de lluvia e iluminada por un sol lavado.
Fue simple, prosaico, siniestro. Había puesto en marcha el motor de su automóvil, conectó una manguera al escape, cerró las ventanillas y aspiró muerte hasta morir.

El oficial encontró dinero -dólares- en el equipaje, y se lo entregó al Juez de Paz. Hubiera querido quedarse con la trompeta, pero se la llevó el Presidente de Seccional. Se le hizo un entierro decente, con gente, mucha gente, muy silenciosa, que aún tenía en los oídos aquella marcha fúnebre bajo el tronar del cielo. El automóvil quedó cargo del Juez de Paz como «arma homicida». Lo guardó por un tiempo decoroso, y como nadie se presentó a reclamar, empezó a usarlo como propio.

Entonces el pueblo empezó a vivir un tiempo de ausencia. Nadie se sentaba en el banco porque allí estaba ese vacío que nunca, nadie, podía llenar. La rutina volvió, pero el recuerdo persistió como un anhelo callado y compartido.
Un frío anochecer de agosto, fue el sobresalto. Hendía el silencio el sonido de la trompeta, grosero, torpe, pero era la trompeta. El pueblo enmudeció. El Presidente de Seccional sonrió.
-Es mi hijo, que está procurando aprender a tocar la trompeta -explicó.

Y entonces se inauguró una larga espera. Tal vez con el tiempo, el muchacho llegaría a tocar como el extraño. Era cuestión de esperar. Y entretanto, vivir.



*cuento de Mario Halley Mora