* Magda Montiel S. y Elena Poniatowska
Ilustración:
Antonio Esparza
Los marchantes llevan sus
centavos liados en un pañuelo; otros los hacen sudar en la apretada
cuenca de su mano.
Hay que cuidar el monedero porque los
jitomates están de "mírame y no me toques" y la romanita
cuesta "un ojo de la cara".
Huele a fritangas, a maíz tostado, a cebolla,
a cilantro, a yerbas del monte. Huele bonito. Los vendedores ofrecen
sus alteros de naranjas, sus sandías atrincheradas, sus pirámides
de chile poblano que relumbran verde, sus montoncitos de pepitas de
calabaza.
Entre los puestos
atiborrados de mercancía, uno permanece vacío. Sin embargo, bajo el
tendido de manta rosa, una niña se ha parado y espera:
—Bueno niña, y tú ¿qué vendes?
—La que está allá arriba.
El señor ve que, en efecto, una nube aguarda
a prudente distancia.
—¡Niña, las nubes no
se venden!
—Pues yo la tengo que vender porque en mi
casa estamos muy pobres.
—Yo soy licenciado, niña; y puedo afirmarte
que las nubes no son de nadie, por lo tanto no pueden venderse.
—Pero ésta sí, es mía: me sigue a todas
partes.
—En primer lugar, ¿cómo te hiciste de
ella?
—Una noche la soñé y tal como la soñé
amaneció frente a mi puerta.
—¡Con mayor razón! ¿Quién vende sueños?
La juventud de ahora anda de cabeza.
El licenciado se aleja
refunfuñando. Tras él, una señora se detiene. Lleva puestos unos
collares tan largos que casi no la dejan avanzar; y brillan tanto,
que lastiman los ojos:
—A ver, ¿de qué es tu nube?
La señora arruga la nariz.
—Le puede regar su jardín —insiste la
niña-, le puede adornar el ventanal de la sala.
—¿ Para que parezca cromo?
¡Dios me libre! Las nubes son anticuadas.
Decididamente tu nube no tiene nada especial.
La niña sonríe a la nube para animarla.
"Olvida el desaire", le dice; y todavía está con la
cabeza en el aire cuando un político de traje acharolado medita
frente a ella:
—Creo que tu nube, niña,
puede ser un elemento positivo en mi campaña para diputado. ¿Sabrá
escribir letras en el cielo?
—Las del nombre del candidato.
Todos las verían escritas encima de la
ciudad. Si vienes mañana al centro, a la sede del partido...
—Oh, no señor, yo al centro no voy y menos
a una oficina. Allá hay mucho esmog, del más denso y negro, y se me
tizna mi nube.
—No señor, fíjese que no.
El político se da la media vuelta.
La niña permanece una hora en medio de su
puesto, sin que nadie se acerque, a pesar de que vocea como los
papeleros: "¿Quién quiere una nube? ¿Quién compra una nube?
Una nube limpiecita, sin esmog"; hasta que se cansa y empieza a
hablarse a sí misma en voz alta: "¡Qué hambre! ¡Lástima que
no me pueda comer un pedazo de nube!" Y al oírla un militar la
interrumpe.
—¿De qué hablas sola,
niña; qué tanto murmuras?
—Le estaba hablando a mi nube, capitán; le
vendo esta nube, una nube de verdad.
—Hum... Una nube... No lo había yo pensado,
pero podría servir para esconder mis aviones. Nadie se atrevería a
sospechar de una nube.
¿Sabe acatar órdenes tu nube?
—Entonces, si no es para guerrear, no la
quiero. ¡Hasta luego!
Un vagabundo, con su morral deshilachado y su
sombrero agujerado ha escuchado y sin más le sonríe.
—Y esa nube niña, ¿es tuya?
—Sí señor, ¿cómo lo adivinó?
—Pues, por el mecatito del cual la traes
amarrada.
Yo también de niño tuve una nube y la
llevaba jalando como un globo, nomás que se me perdió. Con la edad,
se le van perdiendo a uno las cosas.
Un estudiante de mezclilla
se metió en la conversación:
—A ver, niña, si te la compro, ¿cómo me
la llevo?
—Pues, desamarro el cordelito y usted la
jala.
—¿Y en dónde la meto? En mi casa no va a
caber.
—Sí cabe, cómo no, sí
cabe.
Nosotros somos siete y vivimos en un solo
cuarto; yo, en la noche, la meto en una botella para que no ande
nomás flotando por ahí, arrimándose a otras puertas; vayan a decir
los vecinos que lo que quiere es que le regalen un taco.
—Airecito, pero del limpio.
—Pero en la mañana, ¿cómo le hago si
tengo que ir a clases?
—Nomás destapa la botella; la nube sale,
bosteza, se estira, se alisa la falda, se esponja y ya la puede usted
sacar al patio para que se vaya para arriba de nuevo.
—¿Cuánto quieres por ella?
—Dos setenta y cinco. Nomás cuídela usted
cuando hay tormenta, porque se inquieta mucho; se pone negra de
coraje porque ya le anda por irse con las otras. Eso es lo único.
El estudiante se amarra el mecate a la muñeca
y la vendedora le da un jalón diciendo "vete nube".
El vagabundo y la niña se entristecen.
—¿Para qué vendiste semejante tesoro?
—Ahora mismo voy a recoger los palos de mi
tendido para ir a comprar comida.
La niña y el vagabundo enrollan el toldo
cuando regresa el estudiante:
—Esta nube a cada rato me jalonea, es muy
retobona; por poco y me rompe el brazo. Mientras salíamos del
mercado se comportó, pero ahora ya no la aguanto. ¡Es muy mustia!
Dame mis dos setenta y cinco.
Inmediatamente, la vendedora le tiende los
brazos a la nube.
—¿Y mi dinero? —se
irrita el estudiante.
—Aquí está, aquí está... Es que la nube
no quería ir y yo la obligué, y no es bueno forzar a las nubes.
La nube baja hasta quedar a los pies de la
niña; el vagabundo, contento, ordena:
—Irnos de viaje, darle la vuelta al mundo.
Yo sé de eso, ¿qué no ves que soy vagamundos? Vamos a
soñar que es lo mismo que viajar; las nubes son muy sabias y al
ratito, cuando nos cale mucho el hambre, bajaremos a cortar elotes
tiernos. Súbete, súbete, pero pícale tú también nube...
La nube se levantó
graciosamente llevando en sus brazos a la niña y al vagabundo. Y
antes de que los marchantes y las señoras que regatean en el mercado
pudieran alzar la vista y hacerse cruces, habían desaparecido en el
horizonte.
Nota: Hoy cuando desperté pensé en lo lejos que estoy de la cumpleañera del día, y que no sabía que regalarle en su día especial. Recién esta tardecita recordé este cuento que había leído hace poco y de alguna manera me recordó un poco a ella. Así es que espero que cuando lo lea, lo disfrute y sepa cuanto aprecio le tengo. Además es hermana de una de mis personas favoritas en el mundo, lo que la hace muchísimo más especial. Feliz cumpleaños Farru, mucha birra y mucha alegría para vos. Te quiero.